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    Lo que les pasó a las mujeres trans que desaparecieron en El Salvador

    El relato de cómo un grupo de mujeres trans desaparecieron en plena guerra civil salvadoreña se ha transmitido de generación en generación, transformándose en una leyenda que les asegura a las mujeres trans un lugar en la historia de un país que a menudo parece desear que desaparezcan del todo. J. Lester Feder de BuzzFeed News emprendió la tarea de documentar este misterioso incidente por primera vez.

    SAN SALVADOR — La Cuki Alarcón iba tarde al trabajo la noche que desapareció su compañera de casa y es por esto que pudo vivir para contarlo.

    Esa noche andaba con rizos extravagantes en el cabello y combinó su falda larga con botas altas, esperando que su apariencia ocultara sus piernas, las cuales consideraba demasiado masculinas como para atraer a sus clientes.

    Alarcón iba apurado a la zona donde antes trabajaba, al otro lado de la calle del símbolo nacional de El Salvador, el Monumento al Divino Salvador del Mundo: una estatua de Jesús con sus pies plantados sobre un globo terráqueo yaciendo sobre una columna de mármol de unos 18 metros de altura. El trabajo era constante en esa esquina, tanto así que Alarcón pensó inicialmente que un cliente ya se pudo haber llevado a su compañera de cuarto y a las otras «locas» con las que se llevaban. Los de afuera les llamaban «homosexuales» a todas, pero estas trabajadoras del sexo –algunas que vivían como mujeres todo el tiempo, otras que se vestían de mujer solo para el trabajo principalmente –se llamaban «locas» entre sí, aunque a veces se les decía el término peyorativamente. (Alarcón le pidió a BuzzFeed News que se le refiriera con pronombres masculinos.)

    Cuando Alarcón alcanzó llegar a la esquina opuesta, pudo ver que sus amigas seguían allí. Vaciló un momento antes de cruzar la calle porque el semáforo no funcionaba y fue entonces que se dio cuenta que «las locas» no estaban solas. Cuatro hombres altos con pasamontañas las estaban aventando dentro de un camión verde, pegándoles con los mangos de sus pistolas.

    Alarcón recuerda que el año era 1980, momento en el cual los escuadrones de la muerte utilizaban camiones como aquel para desaparecer a cientos de personas a la semana. Estos eran los inicios de la guerra civil que consumiría a El Salvador hasta 1992. Las Naciones Unidas, ONGs, periodistas e investigadores han intentado revelar lo que le sucedió a las más de 75,000 personas que fueron asesinadas o desaparecidas durante el conflicto, pero hasta ahora nadie ha investigado qué le pasó a las amigas de Alarcón. De lo que se sabe, ni siquiera se registraron sus nombres entre los listados de los desaparecidos.

    Sin embargo, Alarcón todavía puede hacer recuento de los nombres de varias de la docena que aventaron dentro del camión esa noche. Entre ellas estaba su compañera de cuarto, Cristi, que él recuerda como una dulce mujer de 26 años quien le traía regalos de abrigos o zapatos de sus frecuentes viajes a Guatemala y México. Otra de ellas era Verónica, de San Bartolo, cerca de la frontera con Honduras, quien era tan bonita que sus clientes a veces insistían en tomarse fotos con ella. Carolina andaba tan bien arreglada que a veces se metía en problemas. Parecía «pura mujer», decía Alarcón, y sus clientes se podrían poner violentos cuando descubrían que era trans mientras se desvestía.

    Aunque Alarcón es uno de los pocos testigos de sus desapariciones que sobrevive todavía, la historia de esa noche continúa siendo bien recordada. Se ha transmitido de generación en generación de trabajadoras del sexo trans en San Salvador, la capital del país. La historia se ha repetido tantas veces que puede llegar a ser difícil separar los hechos de la leyenda, transmitida de la misma forma en que muchas familias relatan los persistentes misterios que han perdurado desde el conflicto. Esta historia hace un reclamo para las mujeres trans en un país que a menudo parece desear que desaparezcan del todo.

    «Talvez pudiera haber justicia para nosotros, ¿verdad?» dijo Alarcón durante una entrevista en San Salvador el diciembre pasado. «Quizás recordando todo lo que les pasó a estas amigas le pueda traer una tranquilidad a todo el homosexual».

    Me enteré de esta historia por primera vez en otoño de 2014 por medio de una activista trans salvadoreña de 38 años llamada Karla Avelar mientras trabajaba en una crónica sobre menores LGBT que huyen de sus países de origen para emprender el peligroso viaje ilegal a los Estados Unidos. El Salvador tiene de las cifras de violencia anti-LGBT más altas del hemisferio y Avelar pudo rememorar varias olas de asesinatos que han quedado en la impunidad durante estas últimas décadas. Según los medios, por lo menos 12 mujeres y dos hombres gays fueron asesinados sólo en el 2014. En 2009 ocurrió el «Junio Sangriento» en el cual asesinaron a por lo menos tres mujeres trans y dos hombres gay. Avelar en lo personal sobrevivió ser acribillada en 1990 por un asesino en serie que había estado matando a trabajadoras del sexo trans.

    Las que se llevaron del Salvador del Mundo son casi figuras míticas para Avelar, quien era bebé cuando sucedió el incidente.

    «Incluso nosotras mismas no teníamos ese conocimiento. Si no hasta hace poco una de las sobrevivientes nos contó y nos dice, ‘¿Por qué no documentan esto, que yo fui una víctima de este ataque?’» nos dijo, pero la tarea parecía imposible. «No hay documento alguno, no hay publicación alguna de ningún diario, no hay nada».

    Avelar conocía de solo un testigo sobreviviente, una mujer llamada Paty quien Avelar dijo que tenía 78 años, un milagro en un país donde la violencia y el VIH son tan prevalecientes que muy pocas mujeres trans sobreviven hasta una mediana edad.

    «Decían que se las habían llevado para vestirlas de soldado, que fueran a jugar a la guerra»

    Viajé a El Salvador lo más pronto posible. Pareciera que la salud de Paty estaba bastante delicada y si se moría antes de que sus recuerdos pudieran ser grabados, cualquier esperanza de documentar esta atrocidad moriría con ella. Decidí trabajar con Nicola Chávez Courtright, cofundadora de AMATE, una pequeña organización que documenta la historia del movimiento LGBT en El Salvador, con la esperanza de que ella pudiera tener ideas de cómo empezar a corroborar los recuerdos de Paty.

    Cuando visitamos a Paty, cuyo nombre completo es Patricia Leiva, un poco antes de la Navidad del año pasado, aprendimos que Avelar se había equivocado con mucho de lo que me había dicho. Leiva solo tenía 60 años, aunque era comprensible por qué Avelar hubiera pensado que Paty estaba mucho mayor: sus problemas de salud habían hecho que su estómago se hinchara como una pelota de baloncesto y esto casi le había imposibilitado caminar. Tampoco había estado allí la noche de la desaparición del Salvador del Mundo y los años que había pasado tomando solo le permitían recordar partes del incidente, aunque lo había escuchado un sin número de veces.

    Leiva vive en lo que queda de un edificio desmejorado, conocido antes como una cervecería popular llamada La Mojarra, ubicada en lo que una vez fue una vibrante zona roja conocida como La Praviana, la cual ahora está subdividida en pequeños cuartos de alquiler. El bar le había pertenecido a La Cuki Alarcón, nos contó Leiva, y él sí había estado allí esa noche.

    Alarcón se ha jubilado y ahora vive en los suburbios, sobreviviendo con la ayuda que le mandan sus hijos que viven en los Estados Unidos. A Alarcón ya casi no se le conoce como «La Cuki»; prefiere su nombre masculino. Sin embargo, nos pidió que no publicáramos su primer nombre legal porque temía por su seguridad por andar hablando de temas de la guerra. Además, nos dijo que «La Cuki» había sido «mi nombre de batalla, el homosexual».

    Esa noche, Alarcón se escondió de los hombres que se llevaban a sus amigas arrojándose al piso de un pequeño patio. Intentó escaparse sigilosamente después de ver que los hombres amontonaban a sus amigas en el camión, pero habían aún más hombres armados que patrullaban las calles aledañas. Recuerda haber llegado a la funeraria La Religiosa que quedaba a una cuadra más arriba y allí intentó buscar refugio, pero dijo que el vigilante no le dejaba entrar porque adentro había un velorio de la clase alta. «Allí solo gente famosa hay», le dijo el guardia, así que Alarcón se agachó entre los carros estacionados afuera de la funeraria, esperando a que terminara la redada. Cuando vio que la escena ya se había despejado, salió a la esquina a trabajar otra vez. Dentro de pocos minutos lo recogió un cliente. En esos momentos, Alarcón pensó que vería a Cristi en uno o dos días; tiempo que la policía generalmente encerraba a las trabajadoras del sexo después de una redada rutinaria.

    Pero Cristi nunca regresó. Ni las demás.

    Alarcón visitó a los puestos de policía, intentando buscarla. Hasta contrató a un abogado. Pero la policía le hizo burla e insinuó que sus amigas ya estaban muertas.

    «Decían que se las habían llevado para vestirlas de soldado, que fueran a jugar a la guerra», se acuerda.

    «Quizás recordando todo lo que les pasó a estas amigas le pueda traer una tranquilidad a todo el homosexual.»

    La guerra civil, la cual duró 12 años en El Salvador, tuvo sus raíces en conflictos políticos que venían de más de medio siglo atrás. En 1980, estos estallaron en uno de los últimos y más sangrientos conflictos de la Guerra Fría. Ese año, altos militares sacaron a los moderados de la junta de gobierno mientras que paramilitares alineados con el régimen estatal perseguían a los que criticaban el gobierno. La guerra apareció entre los titulares internacionales en marzo de ese año cuando le dispararon al máximo líder de la Iglesia Católica en el país, Monseñor Óscar Romero, desde la entrada de una capilla mientras dirigía una misa.

    El gobierno estadounidense respaldó a los dirigentes militares vehemente aún cuando la cifra de muertos iba incrementando, y apareció una fuerza insurgente denominada el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional para oponerse al régimen, junto con un poco de apoyo de Nicaragua y Cuba. Haciendo eco a la primera etapa de la Guerra de Vietnam, el gobierno estadounidense envió consejeros militares al país, contribuyó decenas de millones de dólares en ayuda militar y entrenó a tropas salvadoreñas en unas instalaciones en Panamá conocidas como la Escuela de las Américas. Estados Unidos continuó este apoyo aún después de que periodistas del Washington Post y del New York Times descubrieron que un batallón entrenado en los Estados Unidos había sido el responsable de una de las atrocidades más impactantes del conflicto: el exterminio en 1981 de un pueblo campesino entero llamado El Mozote.

    Las dos facciones habían llegado a un impasse cuando terminó la Guerra Fría a raíz del colapso de la Unión Soviética. Los Acuerdos de Paz, firmados el 16 de enero de 1992, aseguraron que la recopilación de crímenes cometidos durante la guerra serían una pieza clave en la reconstrucción de la nación y establecieron una Comisión de la Verdad liderada por las Naciones Unidas que recopilaría testimonios de familiares y sobrevivientes, creando un informe definitivo de las peores atrocidades cometidas durante el conflicto

    Ya que muchos de los abusos cometidos durante el conflicto habían sido tan extensamente documentados en ese proceso, pensábamos que pudiéramos encontrar algún registro de las desapariciones del Salvador del Mundo. Sin embargo, salimos con las manos vacías. Nuestra mayor esperanza yacía dentro de los archivos de las dos oficinas de derechos humanos de la Arquidiócesis de San Salvador –los observadores de derechos humanos más activos durante la guerra- pero no pudieron localizar ningún expediente del caso. Tal vez pudieron haber seguido buscando si les pudiéramos haber dado los nombres legales de las víctimas, pero Alarcón y las demás personas que entrevistamos sólo las conocían por sus nombres de mujer.

    Teníamos la esperanza de que la organización de derechos LGBT con mayor trayectoria en El Salvador, la Asociación Entre Amigos, pudiera confirmar estos recuerdos. Cuando Entre Amigos organizó la primera marcha de orgullo gay en el país en 1997, la asociación la declaró en conmemoración de otro evento que sucedió durante los años del conflicto, según dicen: el secuestro de una cantidad significante de mujeres trans del centro de la zona roja de La Praviana en junio de 1984 por un batallón militar entrenado en los Estados Unidos. Este es el único caso de crímenes contra la población LGBT que se cree pudo haber sido documentado por observadores de derechos humanos durante la guerra.

    El cofundador de Entre Amigos, William Hernández, nos dijo en una entrevista que había encontrado una denuncia de un testigo de este incidente mientras trabajaba procesando los archivos de una organización llamada la Comisión de Derechos Humanos justo después del fin de la guerra. No obstante, nos dijo Hernández, el testimonio era tan confuso e incompleto que cuando se examina «desde el punto de vista de derecho, no me da nada que me argumente que esto fue verdad».

    Hernández nos dijo inicialmente que de todos modos estaría dispuesto a buscarlo entre los archivos de la organización, pero se tornó más y más conflictivo cuando intentamos darle seguimiento a la solicitud. Finalmente nos envió un correo diciendo que sus abogados «no confían en el manejo de la información» y pidió que se eliminara toda referencia a Entre Amigos de esta crónica.

    Así que nos fuimos directamente a la Comisión de Derechos Humanos. Allí nos dijeron que no podían ubicar semejante testimonio en sus archivos. Ninguna de las personas que entrevistamos dijeron que habían presenciado un secuestro como el que describe Entre Amigos, ni que conocían de alguien que había presenciado este mismo. Si el testimonio existiera, y era tan confuso como lo describe Hernández, cabe la posibilidad de que el testigo estaba narrando la desaparición del Salvador del Mundo y que algunos detalles, incluyendo el año del incidente, se confundieron en el recuento.

    Tampoco pudimos especificar la fecha de la desaparición con certeza. No es tan fuera de lo común que a las personas les cueste acordarse de las fechas durante los años de la guerra- aún cuando moría un ser querido, la violencia era tan implacable que una fecha del calendario pudiera fácilmente convertirse en una abstracción sin significado alguno dentro de la vida cotidiana, nos comentan otros periodistas que cubrieron el conflicto. Las fechas pueden ser especialmente complejas para las mujeres trans que entrevistamos; la mayoría de ellas nunca terminaron la primaria porque sus familias las echaron una vez que se hizo evidente su feminidad.

    Los testigos que entrevistamos nos dieron fechas entre 1978 y 1980, pero lo más probable es que el hecho sucedió a finales de 1980. Una persona que vivía en La Praviana en esos tiempos nos dijo que se acuerda que los familiares seguían buscando a las desaparecidas en vísperas de una de las matanzas más infames del conflicto: la violación y el asesinato de tres religiosas y una laica estadounidenses cometidos por la Guardia Nacional el 2 de diciembre de 1980.

    Esta fecha aproximada podría ser confirmada por algo que encontramos mientras buscábamos entre tres años de periódicos, almacenados en carpetas polvorientas dentro de la colección del Museo Nacional de Antropología en San Salvador. La única mención que encontramos de un evento en la funeraria La Religiosa fue publicada por los dos periódicos de mayor circulación en el país, El Diario de Hoy y La Prensa Gráfica, el 1º de octubre, 1980. Era para el velorio de un hombre que había fallecido en Los Ángeles, California, cuyos restos se repatriaron para su sepelio, implicando que él pudo haber sido de una familia importante o adinerada. Alarcón recuerda que el velorio donde se intentó ocultar durante la redada fue particularmente suntuoso, así que cabe la posibilidad de que se trate de este mismo evento.

    Esto se queda corto como prueba definitiva, pero dos días después El Diario de Hoy informó que la policía estaba realizando batidas para «limpiar esos elementos indeseables a la sociedad» en respuesta a una serie de hurtos recientes. El operativo supuestamente se concentraba en un parque ubicado a unos cuatro kilómetros del Salvador del Mundo –cerca de La Praviana, de hecho- pero el siguiente día, La Prensa Gráfica publicó que la policía manifestó que el esfuerzo se extendería para incluir a «otros sitios conocidos como refugios de maleantes».

    Puede ser difícil imaginar que una docena de personas pudieran desaparecer sin llamar la atención, pero a ese punto en la guerra, las muertes inexplicadas se habían vuelto tan rutinarias que era notable cuando provocaban alguna reacción fuerte. (Además, estas personas eran trabajadoras del sexo –y encima, mujeres trans– la clase de persona quienes a muchos les haría feliz verla desaparecer de las calles, si es que se percataban de su existencia en primer lugar.)

    Más de 150 cuerpos aparecían por semana, los cuales la Embajada Estadounidense registraba en cables periódicos llamados «Resúmenes Semanales de Violencia»; esto, mientras que los EE. UU se acercaba más y más al régimen salvadoreño. Todas las mañanas la capital amanecía con restos humanos tirados por la ciudad, a veces con las caras mutiladas para que no pudieran ser identificadas o abandonados en algún lugar donde los buitres se encargarían de dejar solo los huesos. Camiones como los que Alarcón vio en El Salvador del Mundo eran íconos de la violencia inescapable.

    Las víctimas de los escuadrones de la muerte fueron «asesinados de forma normal», informaba un cable de la Embajada Estadounidense a Washington, refiriéndose a las 179 personas que murieron en la semana del 28 de noviembre de 1980: «Secuestrados por un grupo de hombres armados vestidos de civil, transportados en camiones ubicuos, acribillados o estrangulados o ambos, y luego tirados a la par de la carretera». Seis de los asesinatos de esa semana incluían a destacados líderes de la oposición, los cuales causaron cierta protesta, observaba el cable, pero sus muertes se consideraban «inusuales en el sentido de que no pasaron desapercibidas».

    Si la noticia de la muerte de un grupo de trabajadoras del sexo les hubiera llegado a las autoridades de la Embajada Estadounidense o a alguna organización de derechos humanos, se pudo haber ignorado fácilmente, considerándose una redada pasada de la raya y no un crimen político.

    Pero aquellos que perdieron a sus amigas esa noche piensan que murieron por motivos políticos. El componente más intrigante de la leyenda de la desaparición del Salvador del Mundo –y el componente que probablemente sea el más difícil de confirmar– es que fueron asesinadas para encubrir un secreto gubernamental.

    Según la historia, se las llevaron esa noche en búsqueda de dos trabajadoras del sexo que tenían evidencias de un crimen. Evidencias que se habían robado de un americano.

    Algunas
    de «las locas» pensaban que el americano era un diplomático, mientras que otras
    creían que era periodista. Nadie supo precisamente por qué estaba en el país,
    pero todas lo conocían de vista. Las personas que entrevistamos que lo habían
    visto recuerdan que pareció tener alrededor de 50 años, con pelo corto y canoso
    y un bigote o barba de candado. Gastaba a lo grande y siempre contrataba a dos
    «locas» a la vez, «una para hacerle el amor mientras la otra le hacía el amor a
    él», nos dijo una persona.

    Según la historia, se las llevaron esa noche en búsqueda de dos trabajadoras del sexo que tenían evidencias de un crimen. Evidencias que se habían robado de un americano.

    Las dos que se llevó poco antes de la redada le robaron su maletín. Adentro iban cámaras que «las locas» nos dijeron creen fueron utilizadas para fotografiar algún tipo de crimen del gobierno.

    Todo esto se pudiera ignorar como el tipo de teoría de conspiración que prolifera durante los tiempos de guerra si no fuese por el hecho que varias fuentes nos confirmaron que conocían del incidente por medio de personas directamente involucradas. La Cuki Alarcón dice que el americano vino a su bar, ofreciendo una recompensa para recuperar a sus cámaras. Otra trabajadora del sexo, quien nos pidió anonimato, dijo que uno de sus cliente regulares, un sargento dentro de la Guardia Nacional, le había advertido que se estaban organizando redadas en búsqueda de las delincuentes. Varias nos contaron que una de las ladronas tenía una esposa, una mujer cisgénero llamada Sonia quien siguió viviendo en San Salvador por lo menos unos 30 años más y a veces contaba que las autoridades eventualmente desenterraron de sus patios el maletín con las cámaras todavía adentro.

    Todas creen que ambas ladronas escaparon, pero en cambio existen varias teorías de lo que les pasó a las mujeres que desaparecieron del Salvador del Mundo: Las torturaron, quitándoles las uñas y cortándoles los pechos. Las arrastraron hasta sus muertes, jaladas por un caballo en el cuartel de infantería. Las aventaron en una fosa común camino a la notoria cárcel de Mariona...

    Sus familias intentaron buscarlas. Una mujer llamada Yazmín Zulema Enríquez, cuya madre lavaba ropa en un burdel de La Praviana, nos contó de cómo los parientes de las víctimas venían pidiendo ayuda en la búsqueda de sus familiares desaparecidas. Recuerda que la dejaban a cargo del burdel mientras la dueña iba personalmente a pedir información a las oficinas de la Guardia Nacional, la Policía de Hacienda y la Policía Nacional. Los hombres que al parecer se llevaron a «las locas» no usaban uniformes, así que no había forma de saber quienes de todos ellos fueron.

    «De todas las que se llevaron, ni cadáveres ni que estuvieron presas nos enteramos» nos dijo Zulema.

    El Salvador está lleno de
    historias como ésta, de personas convertidas en fantasmas porque de ellas solo
    quedan preguntas sin respuesta. Un monumento a los muertos y
    desaparecidos fue inaugurado en San Salvador en 2003. El día de hoy, representa a los nombres de alrededor de 30,000
    muertos o desaparecidos documentados. Se estima que 45,000 nombres faltan del
    muro, una cifra que incluye a los de las que desaparecieron del Salvador del
    Mundo.

    Las muertes inexplicadas se volvieron aún más comunes para las mujeres trans de San Salvador después del conflicto. Fueron víctimas de las pandillas que se apoderaron de las calles de San Salvador o de balaceras de vehículos polarizados o de la pandemia del VIH. A finales del siglo pasado, La Praviana, donde las trabajadoras del sexo dicen que antes vivían decenas de mujeres trans a finales de la guerra, esencialmente había dejado de existir.

    Todo lo que queda son los restos de La Mojarra, cadáver donde sigue habitando Patricia Leiva. Su hogar es un cuarto pequeño con un pálet desgastado sobre un piso de cemento por el cual paga $3 USD diarios. Sobrevive principalmente vendiendo Coca-Cola y chicles desde la puerta de su casa. De vez en cuando todavía se ve con algún cliente, aunque solo puede caminar como una cuadra, y eso solo cuando se siente bien.

    Ella vive a unos dos kilómetros del Monumento a la Memoria y la Verdad y su champa oxidada es lo que más se asemeja a un memorial a las amigas que pasaron por sus puertas. Si ya es demasiado tarde para averiguar quienes mataron a las mujeres que desaparecieron del Salvador del Mundo, por lo menos quieren que se crea en su memoria.

    Cuando le preguntamos si se sentía segura con el uso de su nombre en esta crónica, Leiva nos mostró su cédula.

    «¡Ay, use mi nombre!» nos
    insistió. «Esto es grave, lo que hemos hablado. Y hemos dicho la verdad.»